Estos días sentimos en nuestro entorno la llegada de la Navidad. Luces, arreglos navideños, publicidad, alimentos propios de este tiempo, nos hablan del nacimiento de Cristo. Pero vivimos un gran riesgo, del cual nos hablaba recientemente el Papa FRANCISCO, la mundialización de la Navidad.
Tenemos que volver a repasar y entender el profundo sentido de la Navidad. Los días de la novena nos hacen madrugar, en nuestra realidad tradicional. La Aurora de cada día de preparación para la Navidad nos quiere disponer el corazón para que nazca la vida y la esperanza en cada uno, en todos los que seguimos a Jesús, en la Iglesia Diocesana que quiere reconstruirse desde la fe y desde la esperanza, teniendo firmes los cimientos de su vida en el Señor de la gloria. Queremos anunciar a Jesucristo en cada una de nuestras familias, espacios de nuestra comunidad.
Así como madrugamos a suplicar la llegada del Salvador, debe permanecer en nosotros ese espíritu vigilante que pide que el Reino del pequeño Jesús se realice en esperanza en esta sociedad necesitada de vida, de paz, de fraternidad, de verdad, de amor. Esta es la primera invitación: estar vigilantes ya que el Señor llega.
Cuanto añoramos estos días de fiesta y de bendición, cuántos detalles, las luces, los signos, el mismo Pesebre, nos evocan la primera llegada del Señor en la humildad de Belén, en el silencio, en la discreta presencia de quien sólo es reconocido por los que, con corazón humilde, se acercaron a la cuna del Mesías impulsados por la fuerza del amor.
En nuestra realidad hablar de NAVIDAD, es conocer claramente lo que ha sucedido, el nacimiento de Cristo. Ya conocemos este misterio tantas veces cantado con las voces de todos, con los ritmos y las expresiones de nuestra cultura, del arte, de la belleza. Ahora nos toca llevar a plenitud el objetivo de la Encarnación: Redimir plenamente al ser humano que, herido por tantas formas de pecado, ha perdido su original vocación a la verdad y a la vida que Dios le regaló.
Este tiempo es para la Iglesia un retorno fructífero al comienzo de nuestra salvación, al cumplimiento de las promesas de Dios, a la fiesta de la humanidad que se honra con el misterio de un Dios que comparte la vida misma de sus creaturas para que ellas tengan vida, se llenen de alegría.
Más la fiesta va a pasar y, si perdemos su sentido, sería una navidad con minúscula, reducida a lo externo, encasillada en lo intrascendente, cerrada en las cosas que pasan. La Encarnación del Verbo nos compromete radicalmente. Nos propone una vida acorde con la nobleza y grandeza de sabernos hermanos del que por nosotros se hizo uno de nosotros para restaurar la llamada original de Dios a ser imagen y semejanza de su amor.
Hemos de cultivar esa humanidad. Valorar de tal modo toda vida, toda realidad humana, que sintamos que el rostro de Jesús, niño humilde y simple, Señor de la piedad y la ternura, se retrata en cada hermano que sufre y nos reclama cercanía y esperanza. Cuánta alegría siente el corazón de quien ha llamado a ser Pastor de esta comunidad, al ver cómo todos los días crecemos en solidaridad cristiana, en cercanía y en acogida de todos los dolores de la humanidad. A veces y de alguna manera, el mundo nos distrae en este tiempo. La NAVIDAD se ha convertido en el mero afán comercial, en el desenfreno de la condición humana, con el abuso del licor, de la sensualidad, de una música que distrae y aleja del silencio y meditación que este tiempo debe hacernos experimentar.
Pero también cuánta esperanza debe reinar en esta comunidad, que va creciendo en una fe realizada en obras de amor y de vida. Cuántas veces ha pasado Jesús oculto entre las lágrimas de los desterrados, en el palpitante dolor de los que sienten que todo lo han perdido. Allí le seguiremos encontrando a Jesucristo que necesita de nuestra acogida.
Su amor sigue reclamándonos una vida santa, actitudes que evidencien aún mas el alma de este pueblo que, por saber de sufrimientos, es capaz de brindar la acogida que muchos le negaron al Señor, pero que quienes le acogieron tienen como misión encarnarse, acompañados con la verdad y con la fe, allí donde las ausencias de amor y de esperanza han provocado hondas amarguras.
Luces, gozos, alboradas con el tono humilde de los villancicos, deben encender en el corazón de los amados de Dios una fuerza renovada para seguir trabajando con decisión en la humanización de la cultura en la que la fe moldea al ser humano, lo llena de luces de verdad y de esperanza, lo colma de verdad con la grandeza de los valores y con la cálida acción de la Caridad con la que seguimos viendo a Jesús envuelto en pañales de dolor, de soledad, de marginación, de desplazamiento.
Así como madrugamos a suplicar la llegada del Salvador, debe permanecer en nosotros ese espíritu vigilante que pide que el Reino del pequeño Jesús se realice en esperanza en esta sociedad necesitada de vida, de paz, de fraternidad, de verdad, de amor.
Cuanto añoramos estos días de fiesta y de bendición, cuántos detalles, las luces, los signos, el mismo Pesebre, nos evocan la primera llegada del Señor en la humildad de Belén, en el silencio, en la discreta presencia de quien sólo es reconocido por los que, con corazón humilde, se acercaron a la cuna del Mesías impulsados por la fuerza del amor.
Ya conocemos este misterio tantas veces cantado con las voces de todos, con los ritmos y las expresiones de nuestra cultura, del arte, de la belleza. Ahora nos toca llevar a plenitud el objetivo de la Encarnación: Redimir plenamente al ser humano que, herido por tantas formas de pecado, ha perdido su original vocación a la verdad y a la vida que Dios le regaló.
La Madre de Jesús, la virgen fiel, nos muestre el rostro del Señor. San José, silencioso testigo de estos días de gloria, nos ayude a creer y a ser Iglesia viva que da vida, esperanza, paz, bendición y, sobre todo, sabe que Jesús niño sigue siendo príncipe de paz y Señor de la vida.
Una feliz y santa Navidad para todos, y los mejores deseos y bendiciones del Señor para todos nuestros lectores en el año 2018.
¡Alabado sea Jesucristo!