Las virtudes, un camino de triunfo sobre el pecado
Sem. Nelson Omar Peñaranda Balcacer, III de configuración.
El camino cristiano, iniciado formalmente en el bautismo, está expuesto y asediado constantemente por el pecado en todas sus formas y propuestas. El pecado es la transgresión voluntaria de la ley divina o de alguno de sus preceptos; “una falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta; una falta de amor para con Dios y el prójimo” 1.
Dentro de la rica y larga tradición bíblica y de la Iglesia, encontramos algunas listas que distinguen o enmarcan los pecados. San Pablo, en su carta a los Gálatas, recoge la fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras y comilonas como “obras de la carne”, advirtiendo que, quienes las practican, “no heredarán el Reino de Dios”2.
Evagrio Pontico acuñó a la tradición de la Iglesia la primera lista de los que, ulteriormente, serían los pecados capitales, definiéndolos como “vicios malvados”. Posteriormente, Juan Casiano desarrolla esta lista de vicios en su obra “De Institutiones”; y, a finales del siglo V, el Papa Gregorio Magno la oficializó como la lista de los pecados capitales.
Estos pecados, llamados “capitales”, son la serie de vicios hacia los que el cristiano tiende con mayor facilidad; puesto que existe el peligro de encontrarse con ellos en las situaciones comunes y ordinarias de su vida. No obstante, en la medida en que estos vicios le acechan, la gracia que habita en él por el bautismo 3, lo capacitan con virtudes que contrarrestan en su vida los efectos y las consecuencias del pecado, y con los cuales acrecienta la vida de gracia y santidad a la que Dios le llama incesantemente.
Las virtudes, como camino seguro de fidelidad a Dios, son disposiciones habituales y firmes a hacer el bien; se trata de una búsqueda y elección constante del bien mediante acciones concretas 44. Ellas regulan nuestros actos y, en cuanto más buscamos y logramos ponerlas por obra, más perfeccionamos la gracia que hemos recibido como don desde el Bautismo.
En este tiempo de Cuaresma, estamos invitados a poner los ojos en el Señor, fuente de la virtud; y esto exigirá siempre de nosotros un “ponernos en camino” hacia Él, a través de una disposición personal, pero iluminada por su gracia, de poner por obra todo aquello que su Espíritu nos sugiere y a lo que nos mueve interiormente. La virtud como llamada de Dios y como camino para regresar a los brazos del Padre.
- Humildad: que nos dispone a dejarnos conducir por el Espíritu 5 contra todo intento de soberbia. San Agustín enseña que, lejos de la grandeza, la soberbia es una especie de hinchazón, que indican enfermedad en el alma. La humildad es, pues, el bálsamo con el que Cristo cura y nos enseña a curar, pues, semejante a la caridad, se aleja de toda pretensión de estar por encima de los demás.
- Generosidad: que nos abre al don de sí frente a los otros. En la generosidad, se encuentra una elocuente referencia al don de Cristo que estamos llamados a encarnar en nuestra vida. Solo en la medida en que nos abrimos y nos disponemos como don para los demás, la fuerza de la avaricia permanecerá lejos de nosotros.
- Castidad: que no es un simple abstencionismo o privación vana por aparecer como piadosos y buenos. Estamos frente a un don excelente con el que el Señor nos libera de las esclavitudes en que la lujuria nos puede hacer caer; y nos conduce hacia la real bienaventuranza 6.
- Paciencia: como el remedio al mal de nuestro tiempo, en el que todo parece exigirnos inmediatez, perfección y total control de todo. Al ejercitar la paciencia, logramos escapar de la propia expectativa, que muchas veces nos lleva a la ira, y nos sitúa en la dinámica de la total confianza en la providencia y las capacidades de los otros. La paciencia tiende a la esperanza, sin caer en la pasividad.
- Templanza, vista en la tradición de la Iglesia como una de las virtudes cardinales, nos mueve a despojar la vida de la superficialidad y a vivir en el horizonte de la esencialidad. Tiende a evitar todo tipo de excesos perjudiciales (gula) para la vida espiritual y física. Al igual que la castidad, no se trata de simple privación, sino de una elevación de nuestras disposiciones interiores, que nos permitan reconocer y acoger mejor el don que el Señor nos ofrece7.
- Caridad: como ejercicio fundamental de la vida cristiana, en la que estamos llamados a ser maestros, a ejemplo del Señor. “Se trata de primerear”8 en la actitud fundamental de la comunidad de los hermanos del Señor, sin detenerse a pensar mucho si el otro es digno o no del amor. La caridad, libera el espíritu del egoísmo, la cerrazón y la envidia con la que muchas veces pretendemos vivir para nosotros mismos pensando que no hacemos mal a nadie.
- Diligencia: como disposición alegre al servicio de los otros, porque hemos recibido del Señor este ejemplo 9. La diligencia nos libra de la pereza, que parece asediar toda la vida y volcarla hacia la improductividad; para ofrecerla como don a los hermanos.
- C.E.C. n. 1849. ↩︎
- Cfr. Gá. 5, 19-21. ↩︎
- C.E.C. n. 1272 – 1273. ↩︎
- C.E.C. n. 1803. ↩︎
- Lc 4, 1. ↩︎
- Mt 5, 8. ↩︎
- Jn 4, 10. ↩︎
- Termino acuñado por el Papa Francisco en la Ex. Ap. Evangelli Gaudium, con el que se refiere a tomar la iniciativa sin miedo, adelantarse, salir al encuentro de los otros. ↩︎
- Jn 13, 12-15. ↩︎