La Pascua es el centro de nuestra fe, en ella contemplamos el misterio central de Jesucristo, el momento de la historia en el cual Él es vencedor de la muerte (Ap 3, 21) y del pecado, y se presenta a la humanidad entera como el Salvador y Redentor de todos los hombres. La victoria sobre la muerte, después de su dolorosa pasión y sufrimiento, se convierte en prenda de vida eterna para quien, por la fe, le acepte en su corazón al Señor.
En estos días, centramos nuestra atención en el Maestro, en sus palabras y en su enseñanza, que es vida eterna. El Señor Jesús, en la Sinagoga de Nazaret dijo: “Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor, a consolar a todos los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza” (Lc 4, 18ss) y luego dijo que en Él se cumplió esta profecía de Isaías (Is 61,1).
Hoy, cuando somos testigos del dolor de la humanidad herida por la pandemia del Coronavirus, todo el pueblo de Dios debe sentir la acción del Espíritu Santo y recordar que, por la gracia del bautismo, es profeta. Necesitamos en este momento vivir con ardor la profecía de la caridad y del servicio entre nosotros.
Ser profeta no es escudriñar en la Escritura qué texto o qué palabra anunciaba esta tragedia, es saber llenar de luz y de esperanza esta hora de la historia en la que solo la luz de la fe nos permite ver qué quiere de nosotros el que tanto nos ama, el Dios de la misericordia y de la compasión, el Dios vivo y verdadero que quiere siempre nuestro bien y nuestra alegría. Esa es la gran llamada que Dios nos hace en este momento: llenar de esperanza la vida de todos en la comunidad, en cada uno de los espacios en los cuales nos encontramos y, en los cuales, por fuerza tenemos que evangelizar y “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3, 15) que es Jesucristo resucitado.
Por eso, la lectura profética de estos tiempos debe ser la iluminación de estos días tan largos, tan silenciosos, tan marcados por las noticias trágicas que nos llegan. ¿Cómo traeremos luz a estas horas que vive el mundo? la fe nos servirá de maestra, la esperanza de aliento y la caridad de camino. Tengamos cuidado con muchos que son profetas de calamidades y de desaventuras, aquellos que desean traer el terror del fin del mundo y del castigo de Dios sobre la humanidad.
Una fe maestra que nos enseña
¿En quién hemos puesto nuestra confianza? Dios nos ama, no puede quedarnos la menor duda. Nos ama a pesar de nuestras infidelidades, a pesar de nuestras caídas. Creemos en su amor providente y en su eterna presencia. Cuando muchos piensan que Dios está callado, nosotros podemos leer en su Palabra muchísimos pasajes en los que se nos revela que es justamente en la prueba cuando podemos descubrir que no estamos solos, que la fe se levanta sobre la ruina del mundo como una bandera de alegría y de bendición.
Este tiempo ha sido un gran retiro espiritual, un tiempo también de gracia y de reflexión para toda la comunidad. Doloroso de una parte por la imposibilidad de encontrarnos y de vivir los sacramentos, con el dolor de no haber recibido al Señor presente en la Eucaristía.
No recurrimos a Dios porque estamos viviendo estos momentos de necesidades, recurrimos a Él para que nos preste la lámpara de la fe que nos permita llevar la luz de su verdad y de su amor allí donde la humanidad cree ver el fantasma terrible del castigo, allí donde tantos piensan que Dios nos ha olvidado. Es la gran oportunidad para poner el Evangelio en la familia, en el hogar. Él, el Todopoderoso, nunca olvida la voz de su pueblo, es más, la aguarda siempre que acudimos a su amor, porque nos concederá lo que le roguemos, nos regalará su amor y su gracia si le hablamos al oído, si lo buscamos en la celebración de la fe, si abrimos el libro santo de su Palabra para alimentarnos con su voz de aliento y su constante palabra: “no temas, yo estoy contigo” (Is 41, 10).
La esperanza nos alienta
Que rara y bella virtud la de la esperanza. Es don del Espíritu Santo y es también respuesta de quien tiene fe. Dios la da y la despierta. Nosotros los creyentes, pastores y rebaño, declaramos delante del amor de Dios que hemos puesto en Él, Señor del tiempo y de la historia, la confianza. Esperanza es la clave en esta hora. No podemos limitarnos a contar las víctimas del mal que nos aqueja (la gravedad de este momento aparece con los casi cien mil muertos), debemos llenar de confianza la vida de los que nos rodean, anunciando el amor y la alegría, la cariñosa presencia del amor divino que despierta la generosidad de la ciencia iluminada por la fe que quiere hallar soluciones, que impulsa a los Ministros Sagrados a convertir los medios en una cascada de bendiciones y de palabras de aliento, que despierta iniciativas tan bellas y oportunas para estar ahí, al lado del que sufre, al lado del dolor humano, con una voz de fraternidad, de consuelo, de aliento, de fortaleza. Invito a todos a ser sembradores de esperanza en cada espacio que Dios nos regala.
La caridad es el camino
La Iglesia de Cúcuta es maestra en caridad. Sus presbíteros, sus diáconos, los fieles de las parroquias así lo han demostrado y lo siguen demostrando. La vivimos con tanto amor porque tenemos el formidable soporte de la fe que nos alienta y la coraza de la esperanza que nos preserva de la tentación de claudicar en el servicio a los últimos, a los descartados, a los que nos piden aliento y esperanza. La virtud de la caridad nos tiene que fortalecer cada día, en la respuesta a Jesucristo que nos invitó el Jueves Santo a amarnos profundamente.
En estos tiempos difíciles, estaremos siempre presentes, no podemos desfallecer en la alegría de compartir, de ofrecer la calidez de nuestro corazón, la palabra de aliento que podamos pronunciar, el gesto de solidaridad que, iluminado por la fe y por la esperanza, se vuelve misericordia, gozoso toque de gracia y de bendición que ilumina la vida, que da fortaleza, que abraza el alma del que sufre y le hace sentir a través de nuestra alegría en la diaconía del servicio, que Dios no nos ha abandonado y que nos envía como misioneros de la fraternidad y de la misericordia.
Gracias a quienes desde la Corporación de Pastoral Social, desde el Banco Diocesano de Alimentos, desde las capellanías de los hospitales y clínicas, desde las distintas parroquias e iniciativas, viven la caridad con los necesitados. Dios les pague a todas las instituciones, comerciantes, personas que nos han donado elementos y bienes para atender esta emergencia.
Que estas semanas, tan distintas, tan silenciosas, nos permitan recorrer las calles, caminos y veredas de esta tierra bendita, con la procesión espiritual de nuestra fraternidad, en la que Cristo, tan solidario con nuestro dolor, es llevado en triunfo cada vez que nuestra vida se ilumina con la fe, se reviste con la esperanza y se vuelve camino de misericordia con la caridad.
Vienen tiempos difíciles, por la situación económica que se va a generar, en ella tenemos todos que ser muy solidarios, ayudarnos. Serán tiempos de sacrificio y de esfuerzo común para salir adelante y resolver muchas situaciones de angustia en muchos que no tendrán empleo y necesitaran de lo más mínimo para vivir. Tendremos que prepararnos para ayudar y propiciar formas y modalidades de ayuda y de caridad concreta, muchas cosas cambiarán por un tiempo, tendremos que acompañarnos y cuidarnos todos.
La Virgen fiel, Madre del Rosario, luz de nuestras vidas, nos ayude a ser misioneros de la esperanza. San José, el diligente y silencioso servidor del Señor, nos regale su silencio y su laboriosidad para acudir presurosos al corazón que sufre y a la vida atribulada de los que esperan nuestra voz de consuelo y de esperanza.
Con devoción invoquemos al Resucitado: Por tu dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¡Alabado sea Jesucristo!