La solemnidad de Cristo Rey del Universo cierra el Año Litúrgico y nos compromete a revisar con fe los acontecimientos de este año en el que hemos recorrido, con el Señor, nuestra vida en la Iglesia. Esta fiesta centra nuestra atención en Jesucristo Señor del tiempo y de la historia
La realeza de Jesús no es como la realeza de este mundo, tantas veces expresada en la sed de gloria o en las vanidades que, de por sí, están conectadas a las coronas humanas, tan volátiles, tan intrascendentes.
Jesús es Rey en una altísima dimensión que, para bien nuestro, se expresa en la simplicidad, en la humildad.
El Reino de Jesús no es de este mundo, precisamente así lo dirá delante de Pilato en el Evangelio que se leerá el domingo (Juan 18, 33-37).
No puede confundirse esta realeza con la que, incluso sus mismos apóstoles, esperaban ver despuntar en Jerusalén. Jesús enseña que su reino y su reinado entran en una dinámica que debe ser también el camino de la Iglesia.
Es un Reino en el que es esencial escuchar al Señor no solo para conocerlo sino para hacer de su mensaje tan vivo, tan concreto, tan eficaz, un camino de vida que ilumine a las personas y a las comunidades que creemos en el Señor.
Es un Reino que se expande no solo hacia los confines del mundo, sino hacia la vida interior, proponiéndonos un camino en el que hay que convertirse, hay que ser discípulo del Señor de la vida, hay que entrar en el camino del seguimiento de un maestro exigente y a la vez compasivo que nos pide vivir en la entrega amorosa a los demás, en la construcción de comunidades fraternas y generosas, en la proclamación de la esperanza y de la alegría.
Es un Reino que transforma la sociedad mediante la acción de una Iglesia que pasa de ser servidora de los órdenes pasajeros de este mundo a la gloriosa tarea de ser servidora de la vida, don de Dios; ser servidora de la Identidad Cristiana que permite reconocer al Señor en los últimos, en los pequeños, en los que más sufren.
Cuánto celebro que en esta Iglesia estemos ya comprometidos con la fraternidad que acoge, comparte, ilumina, consuela.
Cristo es Rey. Su corona nunca dejará de ser de espinas, porque en el amor del Señor estarán presentes siempre los dolores de su pueblo amado. Nuestro Rey no nos esclaviza, nos libera; no nos empobrece en el resentimiento y la amargura, sino que nos reconstruye desde dentro para que seamos vida y paz para todos.
Al vivir en estos días iluminados por la figura del Rey Sacrificado, sintamos que el sigue extendiendo “su reino de salvación”, como cantamos en las fiestas de la Cruz.
Que podamos servir con esperanza a causa de la salvación, mirando con confianza al Señor de la Gloria que predicó a los pobres, a los pequeños y a los sencillos, como María, la madre del Hijo de David.
El Reino de la Alegría que nadie nos podrá arrebatar; el Reino de la Esperanza que encontrará su meta en la Patria Celeste; el Reino de la Justicia que sana los corazones rotos por el desamor; el Reino de la Verdad que vence las tinieblas de la mentira; el Reino de la Paz que reconcilia y une a los divididos por el pecado; el Reino del Amor que transforma en caridad viva y eficaz las buenas obras; el Reino Eterno que vence los dolores de la historia humana; el Reino Universal en el que todos serán uno en tu Hijo amado.
Que, mientras decimos “venga tu Reino”, vivamos en el Evangelio de la Esperanza la gozosa alegría de seguir haciendo presente tu amor y tu paz.
Venga la alegría a nosotros el Reino Infinito y a la vez humilde, del que tuvo por trono la cruz y por corona, las espinas.
¡Alabado sea Jesucristo!