Periodico La Verdad

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La santidad siempre vence

La santidad siempre vence

Por: Sem. José Miguel Casadiegos Rivera, I de Discipulado

En estos tiempos, en que los signos y símbolos de la fe cristiana se pierden en las ti­nieblas de un sin sentido global, la Iglesia ha estado atenta en la tarea de la evangelización y en la búsque­da de la santidad, para iluminar las oscuridades del mundo e instaurar el Reino de Dios en este. Actualmen­te, la humanidad parece adormecida por la oscuridad del mal, no obstan­te, la lglesia emerge como portadora de la luz misma, que, como cuerpo místico de Cristo, es verdaderamen­te la luz que disipa toda tiniebla. Por ello, es signo de Dios en medio del caos, es anunciadora de la esperanza y de la vida sin fin.

El halloween es la primera respues­ta de la evangelización de la Iglesia a la fiesta pagana del Samhain (que significa, fin del verano). Esta es una fiesta que proviene de los cel­tas, unos antiguos pobladores de la Europa Oriental, Occidental y parte de Asia Menor. Entre ellos habita­ban los druidas, sacerdotes paganos adoradores de los árboles, especial­mente del roble. Ellos creían en la inmorta­lidad del alma, la cual decían que se introdu­cía en otro individuo al abandonar el cuerpo; pero el 31 de octubre volvía a su antiguo hogar a pedir comida a sus moradores, quie­nes estaban obligados a hacer provisión para ella.

Halloween significa “All hallow’s eve”, palabra que pro­viene del inglés antiguo, y que tra­duce: “víspera de todos los santos”, ya que se refiere a la noche del 31 de octubre. Esta surgió como una incul­turización de la fe, dando una nue­va perspectiva en la que la santidad vence. La Iglesia dedica un día en el año, para recordar que la santidad es un don de Dios a los hombres.

Celebrar la santidad en la Iglesia, es agradecer a Dios por compartir con nosotros su gracia y su perfección misma. Desde el bautismo, cada uno de nosotros somos llamados a una vocación común: la santidad. A tra­vés de este sacramento de la Iglesia, nos hacemos: uno en Cristo, pues encarnamos la persona misma de Cristo; nos hacemos hijos de Dios y herederos del reino de la luz, un rei­no que se construye en el servicio.

El “Holywins” viene como un nuevo modo de interpretar el vencimiento de la luz en medio de las tinie­blas, pues nuevamente se desvirtuó el sentido y valor cristiano que el Halloween había to­mado, al ser propagado a nuevas culturas que le dieron un giro a su significado.

El “Holywins”, que traduce: la santidad vence, es respuesta a una sociedad cegada por el consu­mismo, surge como una nueva ma­nera de ver la santidad, como un he­cho heroico y digno de admirar. Para el mundo, sus ídolos son la fama y la riqueza, pero al llegar la polilla se corroe y se pudre; en cambio, para Dios, los santos son su reflejo en la tierra, reflejo de esperanza, verdade­ra libertad, gracia y perfección. Ellos viven eternamente por Él, que es la Vida en sí; recuerdan a los hombres que con actos cotidianos también se puede llegar a la santidad y que el testimonio grita el amor de Dios en el corazón del hombre.

Los santos son aquellos que, una vez se han dejado impregnar de la gracia de Dios, optan por vivir en Él y por Él. Y santo no es aquel que no peca, sino aquel que viendo su reali­dad de pecado es capaz de seguir el camino hacia el buen Dios.

Para el mundo están muertos, para Dios, están vivos y viven por Aquel que da la vida. La santidad está en seguir el ejemplo de Cristo, y su Iglesia nos ofrece muchas maneras, tanto como los grandes santos que predicaban desde las catedrales: san Agustín, san Juan Pablo II, san Lo­renzo y otros más; así como los que con su sencillez y humildad también son testimonio de la gracia y perfec­ción de Dios: santa María Goretti, el beato Carlo Acutis, santo Domingo Savio e incluso aquellos cuya vida heroica no es tan reconocida.

El mundo nos ofrece comodidades, pero no estamos hechos para el con­fort, sino para algo más grande. Aún cuando las tinieblas de este quieran oscurecer nuestra vida, Cristo nos comparte y nos hace, además, su luz para que como Él demostremos al mundo que la noche se hace clara como el día y que nuestro resplan­dor unido al suyo manifiesta el Rei­no de Dios.

Al final, al despuntar la aurora, po­dremos gozar de la luz de la cual en la tierra solamente pregustamos.